No inventaré la inútil mentira de la perpetuidad, mejor cruzar los puentes con las manos.

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Ensuciarme en su recuerdo.

La ventana estaba abierta y la luz de la luna hacía que la noche tuviera un color especial. Se me dio por pensarlo.
La cerveza, los libros del poeta oriental que tanto citaba y su manía de jugar con la correa de la persiana, luego del último suspiro de placer, hacían que extrañara sus largos dedos desprendiendo uno a uno los botones de la camisa. Vestirme de besos era lo siguiente.

Ya es tarde. Me está costando horrores dormirme. Y mi cabeza reproduce eternamente esa cancioncita que habla de aquel amor en la arena que se fue con las olas.

La temperatura bajó, así que cerré la ventana y mi cuarto se hizo oscuridad. Volví a pensar en él, pero esta vez con todo el cuerpo. Un escalofrío me recorría desde la puntas de los pies hasta el último y más alto pelito de mi cabeza, erizándome la piel... ardiente.

Ahora, toda la sala -que no es muy grande- estaba llena de él y de esa sonrisa demoníaca que me convencía de los pecados más impuros.

Y de repente, llaman a la puerta. El golpeteo se parecía bastante a la señal que me hacía cuando llegaba, pero no terminaba de convencerme. Abrí. Y ahí estabas, paradito. La oscuridad no me dejaba verte bien, pero podía distinguir tu remera de los Ramones que luego... luego te sacaría.

- No sabés cómo esperé este momento, me decía, mientras me hacía retroceder hacía la habitación, cerrando la puerta con el pie izquierdo.

Me vi presa de sus brazos; me guiaban a su cuerpo, como queriendo fundirme en él, y en cuanto las sábanas enredaron nuestras piernas, me desperté.